Nací mestizo, cruce de mastín español y fila brasileña. Cuando cachorro tuve uno de esos nombres tiernos y ridículos que se le ponen a los perrillos recién nacidos, pero de aquello pasó demasiado tiempo. Lo he olvidado. Desde hace mucho todos me llaman Negro. Los perros de mi casta, ya desde cachorros, tenemos ojos de viejo, alma llena de costurones y mirada resignada, hecha de siglos de sangre y fatalidad. Fue Agilulfo quien primero me habló de la desaparición de Teo y Boris el Guapo. Yo había ido esa noche, como de costumbre, al abrevadero de Margot, junto a la destilería de anís que vierte su desagüe en el río, y estaba allí dándole lengüetazos al canalillo, pensando en mis cosas. O intentándolo. – Seguimos sin saber nada de Teo – me dijo Agilulfo aquella noche. Bebí un sorbo del canalillo y mantuve la cabeza baja y las orejas gachas, preocupado. Teo era mi mejor amigo. O lo había sido hasta pocos días atrás. Un sabueso rodesiano serio y fuerte, muy de fiar.